La vida en Menorca es una aventura con altiplanos. Tan pronto te tiras una temporada donde casi no ocurre nada como de repente empiezan a suceder cosas en cascada que te impiden hasta pensar. Recordareis mi teoría sobre las milicias nocturnas que esquilmaban las esparragueras de las cunetas para que no pudiera coger ningún espárrago, ¿verdad? Bueno, si no la recuerdas, no pasa nada. Eso sí, léeme más a menudo. Poco antes pasó con las setas. Tú ibas a intentar coger alguna mientras veías de vuelta a los entendidos con cestas repletas. Y además la única que cogí era venenosa, que lo aprendí en la exposición de Ferreries. Poco después, de la noche a la mañana, eliminaron de las cunetas todo arbusto y resto de matojo dificultando así la recolección de adornos florares para el centro de mesa cada lunes. Pero ahora he descubierto, que hay alcaparras silvestres. No muchas, pero hay. No revelaré donde se encuentran éstas pero tengo un par de ellas localizadas que me permiten recolectar las suficientes como para coronar alguna que otra pizza y alguna que otra ensalada previamente marinadas el tiempo suficiente con vinagre y agua, claro. Ello me ha abierto todo un mundo de aventuras como recolector de alcaparras. En otra ocasión, todavía legañoso como de costumbre, me zambullí en el agua sin percatarme previamente de la presencia de aproximadamente un millón y medio de medusas a mi alrededor. Todavía no sé cómo conseguí salir vivo. Eso sí, con un par de buenas picaduras que recordaré bastante tiempo. Con el objetivo de no enfadarlas, me presenté cortésmente e incluso le puse nombre a la que me picó en primer lugar. La llamé María Luisa. El objetivo de ponerles nombre era que percibieran que me importaban y que les tenía respeto. Para al que no le hayan picado nunca, es como si te dispensaran quinientos voltios durante cinco segundos. Pero bueno, lo de las medusas lo contaré otro día. Hablaba de altiplanicies en el ocio menorquín porque el otro día buceando por ahí me encontré con un barco hundido que hubiera hecho las delicias de cualquier niño. En realidad, hizo mis delicias. Contemplar un barco hundido con tus propios ojos es poco menos que introducirte de lleno en cualquier arquetipo visual que el cine se ha encargado de grabarnos a fuego y, por un momento, te sientes protagonista de cualquiera de esas historias de aventuras. Aunque no llevaba el equipamiento necesario para muchas florituras, su contemplación bien valió la pena. Volviendo de la expedición, justo en el instante que trepas por las rocas para ganar de nuevo tierra firme, me encontré con tres cangrejos que no era la primera vez que veía. De hecho, pensaba que era un cangrejo trino, pero no. Eran tres. Llevan varios días dándome la bienvenida al terminar mi baño matinal así que he tenido que bautizarlos también. El primero se llama Can, es el mayor de todos, curtido en mil batallas y con la agilidad de un felino cuando se trata de esconderse si algo le intimida. El segundo es Gre, debe ser hembra a juzgar por el tocado de la parte alta de su dura espalda. Y al más joven, lo he llamado Jo. Todavía no tiene el color de quien parece ser su padre y es el más juguetón de todos. Tanto que imprudentemente se dejó caer de la roca donde comenzaba su día yendo a caer al interior de mi bañador por la parte delantera. Cuando esto sucede te gustaría tener algún que otro brazo más para mientras te sujetas a las rocas poder extraer a Jo de tus pantalones. Pero no puedo ser, al verse encerrado en un saco de tela con la sola compañía de lo que supongo que entendería que era un ser de otra galaxia para él, y verse amenazado optó por enfrentarse al ser extraño propinándole un par de pellizcos con su pinza que hicieron que deseara que María Luisa se quedara a vivir en mi espalda. Ya os seguiré contando.