No tendría mucho sentido que hoy hablara aquí de cualquier cosa que no tuviera que ver con el fútbol, asi que… allá voy. No soy un forofo descerebrado del fútbol (que los hay), ni mucho menos. Ni siquiera concibo disfrazarme de mamarracho para acudir de espectador presencial a un partido. Incluso creo firmemente que hay un lado oscuro en el fútbol que entronca con la manida afirmación de que el fútbol es el opio del pueblo. Todo eso es cierto. Lo que ocurre es que todo razonamiento lógico al respecto se desvanece de inmediato en un día como el de hoy. Y no es racional, pero menos racional sería no reconocerlo. Es imposible de facto zafarse de la atmósfera que en un día como el de hoy se crea. El escenario se vuelve hermético, sin aire, todo gira alrededor del partido. Las calles se quedarán desiertas, el consumo de agua nacional se disparará en el descanso y al final del partido por la descarga masiva de cisternas al ir todos a mear justo en esos dos momentos. Curiosamente apenas habrá urgencias hospitalarias, lo que llama poderosísimamente la atención (aunque alguien acertadamente también me dijo que tal vez se debiera a que al estar todo el mundo quieto delante de la televisión –ese otro invento del demonio-, las probabilidades de sufrir un accidente y necesitar atención sanitaria urgente, decrecen bastante. Otra cosa sería los problemas coronarios que seguramente alguno habrá). Durante el partido, las caras y reacciones de la gente serán para enmarcar. Soy psicólogo desde hace casi veinte años y no puedo dejar de reconocer que es en este tipo de acontecimientos cuando las emociones se perciben más a flor de piel. Probablemente sería mejor que ese poder emocional saliera a la luz por cuestiones más nobles pero hasta que ese momento llegue, es buena idea que, aunque sea de vez en cuando, dispongamos de un momento para vaciarnos de emociones contenidas. En una escuela de fútbol base en la que estuve colaborando como psicólogo deportivo intenté implantar un sistema de control de impulsos de los asistentes –normalmente padres de alumnos de la escuela- para con los árbitros (que en el aquel caso eran adolescentes de entre 13 y 16 años y sobre los que caían absolutamente todo tipo de improperios por parte del público asistente). Fue imposible. Que el público del fútbol se comporte como el del tenis (por ejemplo) es hoy por hoy una quimera. Es más, tuve que hacer terapia clínica precisamente con uno de esos chavales árbitros. El motivo de consulta cuando lo recibí en mi despacho fue: “vengo porque soy árbitro”. Fue más sencillo prepararlo a él una vez tenía firmemente decidido que quería dedicarse a ello que intentar hacerlo con los miles de asistentes a los partidos que arbitraba. También esta noche arremeteremos contra los jugadores propios, los jugadores rivales, los linieres, los entrenadores, etc… Si el partido va bien, nos mostraremos de una manera. Si va mal, de otra. La diferencia está en nuestra tolerancia a la frustración. No importa que cada jugador se embolse cien millones de pesetas si ganan el campeonato mientras miles de familias son echadas de sus casas por no poder pagar la hipoteca. Esto, en concreto, no puedo digerirlo ni en días como hoy. Pero, es justo reconocer, que si todo sale bien, recordaremos el día de hoy seguramente durante muchos años y eso… también tiene un valor.
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