Delit




Un descubrimiento. Así se podría considerar el encuentro casual con este estupendo remanso gastronómico en las turbulentas aguas de la restauración de Cala Galdana. Con apenas dos meses de vida y todavía con escasa repercusión mediática y cibernética, ha brotado en medio de la Costa D´Es Mirador este interesantísimo lugar para el gusto y el olfato que los más exigentes sibaritas sabrán apreciar sin duda. De momento, abren solo por las noches y los domingos a mediodía. Está regentado por un solvente jefe de sala con su mujer en cocina y una pinche como ayudante. 

El lugar está operativo solo en su terraza en verano como tantos otros restaurantes cuyos salones interiores se convierten en hornos a partir de las nueve de la noche si no cuentan con aire acondicionado. Sin embargo, una cuidada mantelería de fino hilo blanco coronada con una cálida iluminación así como con una elegante cubertería y una no menos elegante vajilla te dan la bienvenida. La distancia entre mesas y la atmósfera suave que consigue crear con una apropiada ambientación musical pronto da a entender que no estás en un lugar cualquier. Quizá algo sobrepasados por el número de comensales y tan poco personal, puede considerarse tardío el inicio de la atención. Esto no es un problema si te encuentras a gusto en el lugar, como es el caso. 

Las cartas de tapa dura pronto llegan a la mesa. Al abrirlas, tienes a tu disposición un selecto grupo de platos. Varios entrantes entre los que seleccioné unos mejillones a la plancha que bien pudieran considerarse clóchinas, esa variedad valenciana de mejillón de pequeño tamaño y superior. 



Encontrarás más entrantes, por ejemplo ortiga de mar (uno de los pocos que lo ofrecen) que no pude degustar el día de la crítica pero que sin duda probaré en otra ocasión. Forman parte de la carta unos cuantos pescados del  lugar, entre los que destacan el gallo de San Pedro por ejemplo, y unas cuantas carnes entre las que destacan el solomillo, el cochinillo y las chuletitas de cordero. Sin embargo, extraña y sorprendentemente, la carta contenía un tataki (modo japonés de cocinar la carne o el pescado y presentarlo en piezas) previamente marinado con una sublime mermelada de tomate, una pincelada de paté de olivas negras y queso con tomates cherry y escarola. 


La simplicidad del plato a la vista puede decepcionar pero la decepción pronto se desvanece cuando te llevas el primer bocado a la boca. Tremendo.  También tuve ocasión de probar las chuletitas de cordero, flamantemente presentadas con una guarnición de patatas fritas cortadas a mano junto con champiñón y calabacín. Uno de los poco lugares donde la chuletita no sale a mil pesetas la unidad. El plato cuesta 17,50 € pero tienen a bien servir la cantidad suficiente como para que no se te quede cara de tonto, como sucede en otros restaurantes. 

 

Los platos rectangulares de más de 30 centímetros acompañan al concepto de restauración por el que ha apostado este reconfortante lugar. El nombre no podría haber encajado mejor, Delit, traducido, deleite. No debe traducirse incorrectamente el nombre como delito (sería en todo caso “delicte”), aunque las sensaciones que te llevas contigo después de cenar en él, de lo positivas que son, bien pudieran parecerte ilegales.  La carta de vinos, aunque breve, también es solvente. Considero un acierto ofrecer por 12 € un Hito (Ribera del Duero) de las bodegas Cepa 21, como vino de la casa. En el 80% de los restaurantes parece que asocien vino de la casa a “el peor vino que pueda encontrar”. 



Hay vinos de calidad, que el restaurador puede comprar a su proveedor mayorista por cuatro o cinco euros, o en cualquier pequeña, mediana o gran superficie por seis o siete, y ofrecerlos como vino de la casa duplicando el precio. No se tiene por qué triplicar o cuadruplicar el precio de un vino por el hecho de ofrecerlo en una carta de vinos. La gente sabe lo que vale un vino en una tienda. Es más, lanzo la idea por segunda vez, dar al cliente la posibilidad de llevar su propio vino al restaurante cobrándole cinco euros (por ejemplo) por darle un golpe de frio,  descorchar y servir es una práctica que tiene lugar en muchos restaurantes del mundo y que aquí en Menorca todavía nadie se ha animado (que yo sepa).  En este caso, el vino de la casa se trata de un extraordinario crianza de ocho meses en barrica de roble francés del que solo se embotellaron 300.000 botellas. Lo sirvieron demasiado frío y no tenían decantador, pero se le perdona. Ah! Se me olvidaba, como aperitivo obsequio de la casa (cómo se agradecen estos detalles y qué poco le cuestan a los restauradores) sirvieron un gazpacho suave con sandía y albahaca que son una de las razones por las que la vida merece la pena ser vivida. 

 

Un lugar donde ir, sin duda.