A
lo largo de generaciones, los niños se han desarrollado evolutivamente “haciendo” en su ambiente natural. Así las
cosas, si los niños pierden el contacto con su ambiente natural cabe la
posibilidad de que su salud y estilo de vida se vea afectado. Este gran cambio
en su forma de desempeñarse evolutivamente puede tener que ver con el tráfico
de las calles, la propensión de los videojuegos
o la preocupación neurótica de los padres por la seguridad de sus hijos. No es
raro enterarse que un niño no sabe que es la vaca quien produce la leche y no
los tetrabricks de los supermercados
o que los calamares no son animales circulares rebozados. En este estado de
cosas, me ha llamado mucho la atención un término que ha empezado a circular
entre las comunidades educativas y sanitarias y que recibe el nombre trastorno
de Déficit de Contacto con la Naturaleza.
El nombre lo dice todo. Su lanzamiento se debe al periodista Richard Louv, que
lo publicó en Lost Child In The Wood
(2005,) parafraseando el tan cacareado trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad. Hace referencia a una
alienación de la naturaleza que cursa con la pérdida de sensibilidad por parte
de los menores, mayores enfermedades físicas (como la obesidad), más
autolesiones y mayor número de taras emocionales. Esta alienación modifica el
modo en cómo los niños observan el mundo, limitando la imaginación, el trabajo
y el aprendizaje en grupos.
Un
dato escalofriante el que dice que desde los años 70, el número de niños que
pueden jugar sin supervisión se ha reducido drásticamente en más de
un 90%, ora por el exceso de celo de los padres, ora bien por la imposibilidad
logística de los núcleos urbanos.
En
un reportaje publicado recientemente se informó que solo un 10% de los niños
jugaban en lugares con un mínimo contacto con la naturaleza mientras que solo una
generación atrás, lo hacían el 40% de los niños.
Trepar
a los árboles y ensuciarse las rodillas ha dado paso a la pantalla y a la
reclusión domiciliaria. Sin embargo, los estudios indican claramente que los
niños que crecen en contacto con la naturaleza se comportan mejor, tienen una
actitud más curiosa y exploradora que correlaciona con la inteligencia y la
creatividad de adultos, asumen más riesgos y se divierten más. Aún así, la
apuesta de los padres es la de dotar a los niños de toda suerte de tecnologías.
Desde
la psicología se recomienda apostar por espacios abiertos y zonas verdes donde
el aire puro pueda introducirse bien en los pulmones y el cerebro pueda
enriquecerse con millones de estímulos. Háganlo.