La semana pasado planteamos el problema de la procrastinación, esto es, el hábito de posponer. Y, tal y como os prometí, hoy hablaremos de cómo solucionarlo. Un interesante primer ejercicio es medir la cantidad de gente que se siente identificada cuando oye hablar de procrastinación lo que indica que es una situación extendida lo que nos debe tranquilizar en parte al no ser tan rara avis como creíamos por el hecho de tener dificultades a la hora de sacar adelante en plazo nuestras tareas. En segundo lugar, es igual de interesante saber y tomar conciencia que los procrastinadores son personas normalmente más activas que la media lo que les coloca en los puestos altos del ranking de personas virtuosas. En psicología organizacional, y también en clínica, aspectos como la planificación de actividades y la gestión del tiempo tienen cabida. Los tiempos que corren nos ofrecen un arsenal de posibilidades para paliar significativamente esta situación. Una PDA o el mismísimo teléfono móvil pueden ser si no la solución, de gran ayuda. Y para los antitecnología una agenda de papel al uso bien utilizada desempeña la misma función. Otra solución a corto plazo pasa por el arranque de la realización de la tarea sin nada de motivación con la esperanza de que esta aparezca al ya haberse embarcado en ella y enfrentado a los pormenores de la misma. No en vano sucede muchas veces que nuestro planteamiento mental a la hora de visualizarse emprendiendo tal o cual tarea es de apatía o desgana (incluidas las tareas de ocio) y en cambio al estar desarrollándolas o una vez desarrolladas no nos parecen tan desagradables, incluso, el algunos casos, nos han gustado mucho. Se trata pues de cuestionar ese primer arreón de valoración negativa de la tarea en cuestión, con la tranquilidad de que muchas veces has pensado que no te iba a gustar y ha terminado gustándote, insito, mucho. Sin separarnos mucho de la motivación pero como bolsa de soluciones aparte se encontraría el llevar a cabo una fuerte apuesta por el autocontrol como modus vivendi. En definitiva, autocontrol significa poder aplazar una recompensa inmediata en pos de una recompensa futura de grado superior. Al fin y al cabo, si ya estamos habituados a posponer, no debería de resultarnos muy difícil. Sin embargo, la realidad es que nadie nos ha formado en autocontrol dado que no existe lamentablemente una asignatura en la escolarización obligatoria que verse sobre este tipo de cuestiones. Aprovecho la ocasión para reivindicarla una vez más. Por ello, si nadie nos ha enseñado autocontrol no tenemos por qué dominarlo por lo que, a no ser qué el individuo se preocupe y se forme al respecto, se suele mantener baja la posibilidad de que espontáneamente alguien se tope con un curso sobre autocontrol o se autocontrole motu proprio. Ello explica que dos personas que no han oído hablar nunca de autocontrol sean muy distintas en este sentido: que una se autocontrole y la otra no, por ejemplo. De todos modos, se sabe que muchísimas variables de personalidad y de otra índole están afectando y, por espacio, no son objeto de este artículo. Para aquellos que se reconocen procrastinadores, que han decidido reconducir la situación y que se ha puesto manos a la obra, la mejor opción es la de contar con un control externo para empezar. Es decir, alguien, psicólogo o no, a quien rendir cuentas al respecto de la consecución de los objetivos planificados en la fase anterior ya que, de no ser así, nuevamente estamos antes una baja probabilidad de éxito. Quizá la figura que más se aproxime a este rol es el del recientemente venido a más, coach. En mi opinión, esta situación es una fantástica razón para entablar contacto con el coaching. No quisiera terminar esta revisión sobre la procrastinación orientada hacia la solución, sin dar a conocer una ley aplicable al campo de los hábitos. Es la ley de los veintiún días. Para cambiar un hábito, y la forma más sencilla de hacerlo es sustituyéndolo por otro, se ha de insistir con el cambio veintiún días (tres semanas) para albergar posibilidades de éxito. Es decir, cualquier cosa que hagas durante tres semanas calará lo suficiente en ti como para puedas seguir haciéndola sin esfuerzo. El esfuerzo solo es necesario esas tres semanas. Sabiéndolo uno se anima a ver la posibilidad de cambio como factible y lo pospone menos, o, quizás, nada. Ojala sea así.
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