HOLA OLA

Como de costumbre me dispuse a dar mi religioso y reconfortante paseo matinal. Mi determinación a la hora de disciplinarme en dar ese paseo diariamente era tal que decidí dármelo independientemente del tiempo que hiciera o hiciese. En concreto el otro día, el tiempo estaba un poco revuelto pero, aún así, recorrí el tramo de camí de cavalls que tengo por costumbre recorrer. En concreto, uno de los subtramos discurre bien próximo al agua. Ver el mar casi puesto en pie, hirviendo, golpeando contra las rocas era un espectáculo añadido co el que no conté en paseos anteriores. Tal era mi curiosidad e interés por ver desde primera fila semejante espectáculo que, en un descuido, una ola díscola rompió justo debajo de donde yo estaba asomando generando una pantalla de agua de más de ocho metros de altura que fue a romper en dos tiempos sobre mi cabeza. Al más puro estilo Woody Allen, por aquello del tipo que para fingir que no se había caído del anfiteatro al patio de butacas estuvo yendo todas las semanas a tirarse para evitar habladurías, mantuve el tipo adoptando un hilarante rictus que hiciera pensar a quien pudiera estar viéndome que estaba deseando recibir el húmedo impacto. La verdad es que en primera instancia, no me parecía buena idea; pero, a los pocos minutos, descubrí interesantes sensaciones que de otra manera es posible que jamás hubiera experimentado. Caminar, eso sí, no por mucho tiempo, completamente empapado y vestido no está tan mal como a priori se pudiera pensar. El ímpetu de la ola no dejó en mí ni un milímetro cuadrado de terreno seco así que estuve caminando y chorreando durante más de cien metros. Al chapoteo de las zapatillas al andar se le sumó el ruido del agua escurriéndose por las mangas al alzar los brazos. Ironías de la vida, el destino quiso que en la radio que reglamentariamente llevaba colocada en mi oido estuviera sonando Mediterráneo de Serrat. Con semejante banda sonora no pude evitar verme como recién escupido por el mismo mar al que se refiere Serrat en la canción y adoptar una cara entre circunspecta y cómica que me acompañó gran parte de la mañana. Superado el shock, se hacía necesario un cambio urgente de indumentaria para poder proseguir el día sin terminar con las ingles y los sobacos escaldados por roce de la ropa mojada al caminar. Lo peor es que te quedas un poco frío si la ola te pilla a según qué distancia de casa, pero, por lo demás, casi es aconsejable la experiencia. No quiero terminar el relato de esta anécdota sin mencionar que el Mediterráneo tuvo a bien introducirme un buen puñado de posidonia que tuve en la espalda gran parte del día hasta que me di cuenta de que algo me molestaba. Entre las algas y algo de arena que también apareció no sé muy bien de donde me vino a la cabeza la imagen de los muertos de Piratas del Caribe que habitan en el fondo de los mares y que cuando emergen de las profundidades, lo hacen con un look entre marciano y abisal. Terminó de llamar mi atención un sincrónico cartel que contenía el nombre de un antiguo chiringuito de playa sito en las proximidades del suceso con el nombre Hola Ola. Eso terminó de arrancar por completo mis carcajadas expectante a qué otras curiosidades se iban a producir en los minutos posteriores. Pero, se quedó ahí. Lo cuento porque aquello de a mal tiempo, buena cara, tiene bastante más importancia de lo que uno puede pensar. Que el mar te de un lametón como el que a mí me dio para mucha gente puede ser suficiente para amargarle el día y  para mí, en según que momento, también. Sin embargo, preferí tomármelo por el lado positivo y, para mí sorpresa, me salió bien. Esto me anima a lanzar la siguiente reflexión: ¿en cuantas ocasiones podríamos tomarnos las cosas de manera que nos hagan reír o por lo menos no nos hagan llorar, y, la mayoría de las veces, no lo hacemos? Que cada uno se responda a sí mismo.