Querido
Filete Smoix:
Ahora que ya has llevado a cabo todas las etapas que te
corresponden en mí, desde el bolo alimenticio hasta la deposición, espero que
recibas estas líneas allá donde te encuentres.
Tu
gremio, el de los solomillos, siempre aparece presidiendo las cartas de los
restaurantes altivos e inaccesibles con
unos precios de más de dieciocho euros que os aíslan del mundo. Con todo y con
eso, soy un gran amante de vosotros por lo que aún sabiendo que , en ocasiones,
me extralimito, suelo pediros cuando salgo a cenar.
Se
corre un gran riesgo ya que en no pocas ocasiones hubiera preferido triturar en
una destructora de documentos el billete de cincuenta euros que me habéis
costado debido a que no aprecié diferencia entre comeros a uno de vosotros o
comerme una baldosa. Lo mínimo que se exige cuando te gastas cuatro mil pesetas
en uno de vosotros es que no solo se pueda comer, sino que transmitáis algo más.
Había
pasado ya mucho tiempo sin encontrar a uno de vosotros que me hiciera recuperar
la fe en vuestro gremio. Pero algo sucedió el pasado dieciséis de febrero.
Buscaba
un sitio para hacer una cena especial por aquello del día de los enamorados
(si, soy un romántico en el fondo) pero como caía en miércoles, lo dejé hasta
el sábado siguiente, por aquello de que en fin de semana el entorno acompaña
más. Además, sorprendentemente el lugar al que terminé acudiendo a comerte,
celebraba una velada temática mexicana el día de San Valentín. Extraño. Aunque,
pensándolo bien. ¿por qué no se va poder celebrar el día de los enamorados
rodeados de mariachis? El caso es que, como digo, aplacé la velada para el
sábado siguiente. Decidí intentarlo de nuevo donde te comí y reservé mesa. Tu
casa se llamaba Smoix, en la calle San Isidre 33 de Ciutadella. Pregunté si era
el antiguo Es Jardí y al confirmármelo tuve claro donde te encontraría. Para
empezar, encontrar lugares como tu casa abiertos todo el año no es fácil así
que fue un buen comienzo. No había mucha gente, lo cual, en ocasiones, lo
agradezco, aunque sé que el dueño del restaurante normalmente no. La
decoración, iluminación y disposición del mobiliario del comedor donde te
degustaría eran correctos. Todavía era
una época del año que impedía sentarse en el patio interior, al aire libre,
pero se auguran grandes veladas de verano en tan fantástico lugar.
La
recepción a puerta gayola del segundo de sala fue comedida aunque pretendía
embutirme en una de esas mesas para dos en las que apenas cabe un salero.
Aunque vayamos dos (e incluso yendo solo), si el cliente prefiere sentarse en
una mesa de cuatro estando el
restaurante vacío, ofréceselo o, al menos, no dificultárselo, debería ser una
norma si se solicita. En restauración de nivel, cada detalle cuenta. Tras este
pequeño traspiés, la cabeza visible del
restaurante, una mujer con más tablas y experiencia, tomó las riendas y,
diligente, desplegó su protocolaría toma de la comanda. Trajo la carta donde te
encontrabas. No era una carta demasiado amplia. Puede pensarse que incluso
escasa. Sin embargo, un restaurante no tiene por qué tener una enorme lista de
platos si ninguno vale la pena. Es mejor hacer bien unas cuantas cosas que
regular muchas.
Así
que allí estabas tú. Te llamabas Filet De
Vedella Smoix y valías veintidós eurazos. Dudé en pedirte. De hecho estuve
a punto de no hacerlo, pero la estrechez de la carta me empujaba a ti, así que
sucumbí. Te pedí. La espera transcurrió entre tenue luz, agradable conversación
y un Valldehermoso Roble de dieciséis
con cincuenta euros. Un buen vino. Ribera del Duero. Siempre Ribera. Lo
suficiente bueno como para solicitar un decantador que llegó mojado a la mesa.
Un error, aunque perdonable. También el lugar tuvo a bien servir un pequeño
entrante obsequio de la casa que alivió la corta espera.
Cuando
llegaste, tu aspecto, sin ser demasiado llamativo, desprendía savoir-fair. Te habían preparado con
gusto y profesionalidad. Además, viniste abierto y al punto como un buen
solomillo tiene que venir. Tu oscuridad no hacía augurar tu suculencia. Era
debido a la reducción de la salsa que te cubría tímidamente y que ensalzaba tu
alta calidad como carne. Te abordé con mi elegante tenedor clavándotelo en uno
de tus extremos y te seccioné un primer trozo con mi no menos elegante cuchillo
para adentrarte en mi boca. Sorprendiste a todas y cada una de mis papilas
gustativas que de inmediato mandaron una inequívoca orden a mi cerebro de que
eras sin duda el mejor solomillo de todos cuantos he tenido el placer de degustar.
Eras tierno y tu punto era el exacto. Tu contundencia como solomillo
interrumpió la agradable conversación que mantenía con mi compañera de mesa
para centrarme por completo en ti. Mi incursión sobre ti avanzaba con cortes
firmes y jugosos. Intercalaba cada bocado con alguna de las formidables patatas
caseras que te acompañaban. Antes de hincarte el diente, hubiera podido pensar
que era una guarnición insuficiente pero pronto comprendí que tú eras el
protagonista y que no necesitabas de nada más junto a ti en el plato. Los sorbos
del vino que, definitivamente decantado ganaba en esplendor, creaban un fantástico maridaje que me
reafirmaba en mis valoraciones bocado tras bocado.
Ibas
desapareciendo del plato a medida que te ibas instalando en mi sistema
digestivo. Mis jugos gástricos trabajan lenta pero firmemente en tu
transformación de bolo alimenticio en proteínas, vitaminas y grasas esenciales.
Mi cerebro estaba entusiasmado. La maestría con que habías sido preparado, y
seguramente criado cuando eras vaca, a la par que servido, quedó patente en el
viaje que me proporcionaste con tu consumición.
Supusiste
una grata experiencia culinaria y debo darle la enhorabuena a todos los
responsables que te trajeron hasta mí. Desde el ganadero que te crió hasta el
chef que te cocinó pasando por la jefa de sala que te sirvió. Volveré a dar
buena cuenta de alguno de tus compañeros. Solo espero que estén a tu altura.
Estoy casi seguro de que así será. Una gran experiencia para los sentidos.
Gracias Filete Smoix.